¿Alguna vez has tenido un sueño tan real, que te despietas en la noche con el corazón acelerado y la mente agitada? En varias ocasiones he descubierto que se trataba de una oportunidad para explorar zonas de mi alma que estaban restringidas por la consciencia. El último fue hace un año. Estaba en un restaurante, era de noche y la única luz disponible era la de las velas que alumbraban las mesas de los comensales. Caminando por un pasillo estrecho, alguien me hablaba al oído y me decía: “Cuando pases cerca de esa anciana, no la mires a los ojos, porque lo va a saber todo de ti”. ¡Yo no iba a permitir que una desconocida se entrometiera en mi vida y conociera mi intimidad! Sin embargo, justo cuando estaba intentando evadirla, ella fijó sus ojos en mí y todo el recinto se iluminó como si fuera medio día. Había tanta luz, que mi pecho también quedó expuesto y ella pudo conocer hasta los pensamientos más insignificantes de mi memoria, y los vergonzosos también. Sentí que mis huesos temblaban y que todas las fibras de mi cuerpo se estremecían. Sin embargo, en medio de mi terror y mi afán por salir corriendo, ella me detuvo con firmeza y me dijo: “Tranquila, soy yo”. En ese momento, entendía que se trataba de alguien en quien podía confiar y sentí paz.
En mis oraciones siempre he pedido que Dios se revele a mi corazón, porque tengo un profundo deseo de conocerlo cada día más. Sin embargo, jamás se me ocurrió que Él también quería que yo me revelara ante Sus ojos y que lo invitara a conocer todos los recovecos de mi ser, ahí donde habitan las ideas que he ignorado, los chistes tontos y los recuerdos que he preferido guardar bajo llave. El punto es que, en la medida que me descubro más a mí misma, lo encuentro más a Él. Sin embargo, para que esto pudiera suceder, tuve que aprender a confiar en Sus intenciones y en el amor inagotable detrás de Su mirada, pues nadie quiere desnudarse ante alguien traicionero.
Ahora, esta es la dinámica de nuestra relación: yo le abro la puerta, nos tomamos un café, luego Él toma un trapo, sacude las superficies, esculca entre los cajones, rompe los candados de los baúles viejos, saca la basura y abre las persianas. Una habitación a la vez. Y, cuando mis ojos por fin se adaptan a la luz y abandonan la oscuridad, se asombran al ver que cada vez hay más espacio para recibir cosas nuevas. Sí, ese es el riesgo de abrirle la puerta al que se hace llamar la verdad y la vida.
“He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo.” (Apocalípsis 3:20)
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