¿Por qué botamos tan fácil la toalla, cuando sabemos que tenemos que cambiar algo en nuestro interior? En parte es porque sabemos que los procesos de Dios implican dolor y tiempo. Por supuesto que es frustrante ver fallas en el carácter que no terminan de corregirse o caer constantemente en el mismo hábito dañino que sabemos que está hiriendo nuestras relaciones y nuestra intimidad con Dios. Pero la buena noticia es que, si persistimos como si fueramos gotas de agua cayendo sobre una roca, tarde o temprano la lograremos romper.
En mi propia vida he comprobado que aquellas transformaciones que parecían imposibles han ido sucediendo poco a poco. Incluso, hay algunas áreas en las que ni yo misma me reconozco. Tal vez los cambios no ocurran a la velocidad que queremos, pero se darán, si nos disponemos. Lo que no debe suceder, bajo ninguna circunstancia, es que prefiramos ser mediocres para evitarnos el trabajo de enfrentarnos con nuestras zonas oscuras.
Si tu lucha es la ira, no dejes de respirar profundo cuando te veas ante una situación desafiante, así hayas fallado antes. Si lo tuyo es la queja o la crítica destructiva, disfruta de la gracia que Dios te está ofreciendo hoy y esfuérzate para llenar tu boca con palabras de ánimo y fe, así la lengua parezca tener vida propia . Si tu gigante es la tristeza, no te afanes, porque esa batalla no la gana el más fuerte, sino el último que se canse; entonces, no dejes de hacer pequeños cambios en tu forma de pensar y de hablar, porque mañana puede llegar tu victoria.
Persistamos y no nos desanimemos, si todavía no estamos viendo cambios. Creer en lo que Dios puede hacer en nosotros requiere de valentía y de esfuerzo. Por eso, me encanta el capítulo 10 de Hebreos, en el que Pablo nos recuerda:
35” No perdáis, pues, vuestra confianza, que tiene una gran recompensa, 36 pues os es necesaria la paciencia, para que, habiendo hecho la voluntad de Dios, obtengáis la promesa”.
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