Yo creí que nunca en la vida volvería a tener perro, después de experimentar en carne propia los beneficios de tener gatos. Tengo dos gatitas súper independientes, que nunca han demandado más que un par de caricias al día y que jamás hacen bulla o desastres. Pero, hace un par de semanas, un amigo nos convenció a mi esposo y a mí de rescatar a un perrito que encontramos por ahí. Sería temporal —dije—, mientras que se recupera y le encontramos hogar —pensé—. ¡Qué va! ¡Dios tenía un plan estratégico detrás de esos ojos de “melcocha” (dulce típico de mi tierra)! Logró que me diera alegría sacarlo a correr todos los días, recogerle la caca, abrazarlo así se me escurran los mocos de la alergia, y sentir genuina felicidad al verlo que se sienta, se acuesta y da giros cuando se lo ordeno como si fuera un logro de la NASA. Jamás pensé que adoptaría un perro de la calle, pero ahora somos cinco en la casita del amor.
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